Una situación irremediable me ha llevado a transitar de
vuelta por las constreñidas, temerosas y olvidadas aceras de esta ciudad. A
emprender desde el asfalto la ruta diaria que no ha cambiado desde hace
bastante más que mi divorcio oficiado como transeúnte y caraqueña. Llenar mis
días del pavimento que se entremezcla con residuos de innumerables historias y
raíces de jabillos que se muestran como una prueba de aliento envidiable. En
ocasiones alguna obligación, por premura o prudencia, me llevaba a andar a pie
y a evitar los excesos del carro. Pero eran éstos recorridos cortos,
inconstantes, fáciles de olvidar y llenar con las angustias de las diligencias,
de cualquier gratitud o abatimiento de lo que transcurría. No en cambio, una
forma de vida.
Encontrarme con la calle me ha bañado de una sensibilidad
adolescente pero a un cierto nivel de madurez que ahora me hace percibirla
desde un lugar completamente interno; lleno de mucho pensar, de cavilaciones
boscosas que descompensan, que me invaden de una ansiedad apasionante, aunque
riesgosa y violenta.
La calle es un continuo y obligado intercambio con el
otro que te precipita a las más hondas experimentaciones terapéuticas. Es una
atmósfera densa donde no hay posibilidad de pausas o excusas que posterguen
desbordantes cuestionamientos, que asfixian, obstinan y también están llenos de
algunas felicidades y sonrisas; pero que punzan agudamente y arden con el calor
del encuentro colectivo. Es una prueba feroz a nuestra propia entereza, que ya
no es un marco lógico, lleno de seguridades adoptadas como valores que nos
repiten cada mañana y que asumimos en la soledad de un carro, ni una colección
de aprendizajes enseñados en lo normativo y sofisticado moderno de las comidas
en familia, lo enfático americano que suena por la radio y anuncian los noticieros
televisivos. No. Se nutre de lo profundo y confuso, se convierte en un
compuesto de dudas, inseguridades, antivalores, vergüenzas, así como de mágicas
apariciones sensibles de aproximaciones a lo que medianamente podemos decir que
ahora somos o pensamos.
¿Qué ocurre en las laderas del peatón que llena de tanta
conciencia el espíritu ahora cuestionado? ¿Qué hace tan distinto a uno que
transita desde el inicio del día lo público de otro que lo retoma a media
mañana o avanzado ya? El conductor también es partícipe de una vivencia social,
pero ¿por qué ésta no lo transforma de igual modo que la otra? ¿Por qué me
habla la calle desde su rutina diaria y no la periferia de un automóvil que
estaciona alrededor del mismo entramado simbólico? ¿Por qué no el mundo que
grita con el aroma de un café desde su contexto vivo? ¿O los pasillos y rejas
que encierran la ciudad ahora detenida, la misma pero tras puertas y paredes?
¿Será que la ciudad calla y esconde cuando se viste de
uniformes? Una ciudad que finge y se llena de imposturas durante la larga y
atormentante jornada que se sacude día a día formas, frases, miradas, gestos,
que le son ajenos. ¿Dónde está sino en todo lugar esa ciudad entonces? Pues
cada parada de carrito y estación de metro expulsa a la par amplias mareas
heterogéneas de amanecidos auténticos.
De seres multiformes que no vacilan en opinar, disentir, así como entonar una
de Maelo, o pronunciar inercialmente fragmentos de reggaetones “nasty”, entre
lo erótico y prostituido pero pegajoso y hasta humorístico. Personajes que son
capaces de contar genuinamente desde lo más íntimo el peso de la vida que todos
llevamos o indagar incluso en algunas de nuestras propias frustraciones y
recompensas. Eso por una parte. Luego el mundo de los sentidos, del tacto.
Pero ¿será que el tropezarnos al despertar la luz del
Ávila se convierte en un ritual que otorga el derecho adquirido de poder llegar a lo más hondo de nuestra misma
naturaleza? O es cuestión de infraestructura y pocas comodidades que se vean
los bolsos que hablan por sí solos de largos viajes recorridos o esperas
trajinadas; los vestidos que sin vestuario aún impuesto muestran cicatrices,
marcas, incomodidades, un seno, pieles amarillas, morenas, el caucho, la
cerveza, el descuido, la pintura antes de un retoque, el rostro que se maquilla
con rojos y escarcha, el cabello encrispado rumbo a su cita de acomodo, pies
cansados y explanados, entre amorfos y amoldados a suelas antipáticas ingratas.
El tacto, componente fundamental de la simbiosis, no
necesita intermediar con el lenguaje, ni acercarse al pensamiento para sugerir
a su paso. Arroja lluvia de imágenes que se develan únicas, instantáneas,
conecta fibras nerviosas y descarga altas cargas de voltaje sobre uno. Un roce
puede desviar violentamente nuestro camino, reaccionar sin preverlo al calor de
una mano que se posa sobre el apoyadero y te toca o un brazo que pesa sobre
nuestro lateral o espalda. Habla el tacto espléndidamente a la juventud o
vejez, el cansancio o liviandad, la salud o la enfermedad. Somos masa que choca
con masa, volúmenes corporales marcados en nuestras pieles de la existencia y
nos revelamos en cada manoseo al otro.
¿Dónde aprendemos quiénes somos entonces, en colectivo
sino en la calle? ¿Qué mejor lugar para encontrarnos que en el natural espacio
que la vida misma impone? Pero ¿Pasean los que nos gobiernan entre nosotros?
¿Se funden en el sudor colectivo los políticos y académicos? ¿Quiénes nos
describen han sido parte alguna vez de nosotros?
@claumarquez
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