El lente

Son palabras que atienden a lo interno y que siguen su propio ritmo. A veces pueden fabular, ficcionar y otras confesarse.
Porque no solo tenemos una mirada, esta es la del espíritu y los afectos. Dédiée à "la Môme Piaf”, Édith Giovanna Gassion, La vie en rose, une chanson sublime.
"Les Ennuis, Des Chagrins S'effacent Heureux, Heureux"

martes, 30 de agosto de 2011

La ciudad que hoy transito - Claudia Márquez

Una situación irremediable me ha llevado a transitar de vuelta por las constreñidas, temerosas y olvidadas aceras de esta ciudad. A emprender desde el asfalto la ruta diaria que no ha cambiado desde hace bastante más que mi divorcio oficiado como transeúnte y caraqueña. Llenar mis días del pavimento que se entremezcla con residuos de innumerables historias y raíces de jabillos que se muestran como una prueba de aliento envidiable. En ocasiones alguna obligación, por premura o prudencia, me llevaba a andar a pie y a evitar los excesos del carro. Pero eran éstos recorridos cortos, inconstantes, fáciles de olvidar y llenar con las angustias de las diligencias, de cualquier gratitud o abatimiento de lo que transcurría. No en cambio, una forma de vida.
Encontrarme con la calle me ha bañado de una sensibilidad adolescente pero a un cierto nivel de madurez que ahora me hace percibirla desde un lugar completamente interno; lleno de mucho pensar, de cavilaciones boscosas que descompensan, que me invaden de una ansiedad apasionante, aunque riesgosa y violenta.
La calle es un continuo y obligado intercambio con el otro que te precipita a las más hondas experimentaciones terapéuticas. Es una atmósfera densa donde no hay posibilidad de pausas o excusas que posterguen desbordantes cuestionamientos, que asfixian, obstinan y también están llenos de algunas felicidades y sonrisas; pero que punzan agudamente y arden con el calor del encuentro colectivo. Es una prueba feroz a nuestra propia entereza, que ya no es un marco lógico, lleno de seguridades adoptadas como valores que nos repiten cada mañana y que asumimos en la soledad de un carro, ni una colección de aprendizajes enseñados en lo normativo y sofisticado moderno de las comidas en familia, lo enfático americano que suena por la radio y anuncian los noticieros televisivos. No. Se nutre de lo profundo y confuso, se convierte en un compuesto de dudas, inseguridades, antivalores, vergüenzas, así como de mágicas apariciones sensibles de aproximaciones a lo que medianamente podemos decir que ahora somos o pensamos.
¿Qué ocurre en las laderas del peatón que llena de tanta conciencia el espíritu ahora cuestionado? ¿Qué hace tan distinto a uno que transita desde el inicio del día lo público de otro que lo retoma a media mañana o avanzado ya? El conductor también es partícipe de una vivencia social, pero ¿por qué ésta no lo transforma de igual modo que la otra? ¿Por qué me habla la calle desde su rutina diaria y no la periferia de un automóvil que estaciona alrededor del mismo entramado simbólico? ¿Por qué no el mundo que grita con el aroma de un café desde su contexto vivo? ¿O los pasillos y rejas que encierran la ciudad ahora detenida, la misma pero tras puertas y paredes?
¿Será que la ciudad calla y esconde cuando se viste de uniformes? Una ciudad que finge y se llena de imposturas durante la larga y atormentante jornada que se sacude día a día formas, frases, miradas, gestos, que le son ajenos. ¿Dónde está sino en todo lugar esa ciudad entonces? Pues cada parada de carrito y estación de metro expulsa a la par amplias mareas heterogéneas de  amanecidos auténticos. De seres multiformes que no vacilan en opinar, disentir, así como entonar una de Maelo, o pronunciar inercialmente fragmentos de reggaetones “nasty”, entre lo erótico y prostituido pero pegajoso y hasta humorístico. Personajes que son capaces de contar genuinamente desde lo más íntimo el peso de la vida que todos llevamos o indagar incluso en algunas de nuestras propias frustraciones y recompensas. Eso por una parte. Luego el mundo de los sentidos, del tacto.
Pero ¿será que el tropezarnos al despertar la luz del Ávila se convierte en un ritual que otorga el derecho adquirido de  poder llegar a lo más hondo de nuestra misma naturaleza? O es cuestión de infraestructura y pocas comodidades que se vean los bolsos que hablan por sí solos de largos viajes recorridos o esperas trajinadas; los vestidos que sin vestuario aún impuesto muestran cicatrices, marcas, incomodidades, un seno, pieles amarillas, morenas, el caucho, la cerveza, el descuido, la pintura antes de un retoque, el rostro que se maquilla con rojos y escarcha, el cabello encrispado rumbo a su cita de acomodo, pies cansados y explanados, entre amorfos y amoldados a suelas antipáticas ingratas.
El tacto, componente fundamental de la simbiosis, no necesita intermediar con el lenguaje, ni acercarse al pensamiento para sugerir a su paso. Arroja lluvia de imágenes que se develan únicas, instantáneas, conecta fibras nerviosas y descarga altas cargas de voltaje sobre uno. Un roce puede desviar violentamente nuestro camino, reaccionar sin preverlo al calor de una mano que se posa sobre el apoyadero y te toca o un brazo que pesa sobre nuestro lateral o espalda. Habla el tacto espléndidamente a la juventud o vejez, el cansancio o liviandad, la salud o la enfermedad. Somos masa que choca con masa, volúmenes corporales marcados en nuestras pieles de la existencia y nos revelamos en cada manoseo al otro.
¿Dónde aprendemos quiénes somos entonces, en colectivo sino en la calle? ¿Qué mejor lugar para encontrarnos que en el natural espacio que la vida misma impone? Pero ¿Pasean los que nos gobiernan entre nosotros? ¿Se funden en el sudor colectivo los políticos y académicos? ¿Quiénes nos describen han sido parte alguna vez de nosotros?
@claumarquez

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